El concepto «hegemonía» del filósofo italiano Antonio Gramsci, hace referencia a
una corriente de pensamiento social, política y económica instalada en una
sociedad y que determina el comportamiento de la misma. Es decir, el pensamiento hegemónico es el pensamiento
dominante.
Cualquier
poder hegemónico tiene siempre un grupo fiel, una especie de ejército a su
servicio –o directamente un ejército- formado por personas de toda clase que
custodian y velan, de manera consciente o no, para que ese pensamiento, esas
ideas sigan teniendo cabida en la realidad que viven, salvaguardando así los intereses
de este poder. En el caso del Inframundo de la mitología helena, Cerbero, el
perro de tres cabezas, era el guardián de las puertas que daban acceso al mismo,
impidiendo que los muertos saliesen y que los vivos entrasen. La Historia nos
ha enseñado que, a veces, esos grupos de humanos pueden llegar a ser inhumanos:
en el caso del fascismo italiano, los camisas negras custodiaban las familias
con capital a punta de pistola; en el caso de la Alemania de Hitler, el
Ejército Nazi velaba por la supremacía y el porvenir de la raza aria; en el caso
del comunismo de la URSS, el KGB soviético velaba por el triunfo de la
revolución proletaria y la caída del capital; en el caso de la España
franquista, los grises velaban por la «vigilancia total y permanente, así como de represión
cuando fuera necesario» con el fin de mantener una España unida, grande y
libre. Son personas y grupos de personas que se sienten estrechamente identificadas
con las ideas de esta hegemonía y luchan para que salgan adelante. Aunque haya
que utilizar la represión, la coerción; aunque el precio a pagar sea acabar con
una vida humana.
En
las democracias europeas del siglo XXI, más o menos consolidadas -según cómo sea
entendido el significante «democracia»-,
las encarnizadas batallas por estas ideas se desarrollan mediante tertulias,
relativamente pacíficas, en los platós televisivos, en las reuniones familiares
–un abrazo papá- y en los bares. A lo
más que podemos llegar es a cometer o sufrir una agresión verbal. Nos
convertimos en voceros/as de los grupos políticos y los movimientos con los que
nos sentimos identificados. Batallamos contra viento y marea, a capa y espada
contra quien diga lo contrario. Hacemos un despliegue absoluto de todo nuestro
argumentario para que quede constancia de que lo que nosotros/as defendemos es
lo real. Cambiamos armas por
argumentos, e intentamos que éstos sirvan para defendernos del ataque enemigo y
que permitan hacer una contraofensiva que lo deje descolocado. Es en este
choque de argumentos en el que se enfrentan las hegemonías y en el que la que
está instalada puede llegar a ser reemplazada por una nueva.
Pero claro, dada mi posición –de
vocero-, veo una diferencia entre unos/as voceros/as y otros/as. Hay unos/as que
repiten hasta la saciedad lo que sus líderes les indican. Es como si narrasen
el prospecto de un medicamento, pero con mucha energía, aunque el prospecto
esté lleno de calumnias y mentiras. Otros sin embargo, apoyan una parte del
discurso porque saben qué dice ese discurso y qué se consigue con él, son, por
así decirlo, completamente conscientes. Además en estos últimos destaca, ante
todo, un espíritu muy, muy crítico. Por tanto, hay una brecha que separa unos
voceros/as de otros/as: la obediencia ciega.
La obediencia ciega es una de las
armas más peligrosas que hay sobre la faz de la Tierra. La obediencia ciega
permitió el Holocausto. La obediencia ciega permitió la creación de los gulags.
La obediencia ciega permite que siga habiendo ancianos que todavía no saben
dónde llorar a sus familiares muertos hace más de medio siglo, enterrados en
cunetas. Por eso, hay que aprender a quitarse el velo, a ser crítico con lo que
te rodea, con tu país, con tus costumbres, con la Historia y, sobre todo, con
uno mismo. Y créanme, cuesta. Cuesta mucho. Abrir los ojos duele. Pensad que hace
mucho que no les daba la luz, pero el dolor cesa. Lo que uno se encuentra al
abrir los ojos puede no ser agradable, pero te mantiene consciente. Y cuando
eres consciente, puedes comenzar el cambio. Primero por ti mismo/a.
La
justicia social y la dignidad nunca llegarán mientras haya una mayoría de ciegos
obedientes, de «canes cerberos». Abrid los ojos.
Nada como pensar por cuenta propia, sin miedo a tener que replantearnos nuestra visión del mundo cada vez que fuera percibamos más luz de la que tenemos en nuestro interior. Eso nos lleva a no tener demasiadas certezas, y en consecuencia, pocas servidumbres, je, je.
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